martes, 20 de diciembre de 2016

La magia de la lectura


   "La lectora", Fragonard, 1770-1772 


En esta ocasión voy a exponeros un microrrelato dedicado a todas las personas que aman la lectura. Porque imagino que, al igual que me ocurre a mí, entrar en los libros es algo más que distraernos con una historia, es ser parte de ella.

Pura magia


Al llegar la noche, un bostezo sirvió a la muchacha para despedirse de la tediosa rutina del día. Con cierta añoranza por haber dejado a los Buendía y a Macondo la velada anterior, la joven se recostaba sobre la cama de su habitación y tomaba de una mesita, próxima a ella, el nuevo libro que le habría de llevar una vez más a la aventura. Entre almohadones y mantas acogedoras, una luz cálida le dejaba ver el comienzo de las primeras líneas de la obra: ‹‹Eran las cinco de una madrugada de invierno en Siria. En la estación de Alepo estaba estacionado el tren que las guías de ferrocarriles designan pomposamente como el Taurus Express Con el corazón anhelante de emociones, la chica se sumergía poco a poco en el relato y empezaba a apoderarse, prácticamente sin darse cuenta, del alma de los personajes, a uno de ellos, incluso, le atribuyó su apariencia. Traicionada por el sueño, quedó, como siempre, enredada en la historia.
© 2016 M. Carmen Rubio Bethancourt

sábado, 10 de diciembre de 2016

Cuento de Navidad




Imagen de la película: Cuento de Navidad con los Muppets


Como estas fechas son propicias para ello, esta entrada la dedico a un relato cuyo tema tiene relación con la Navidad. Espero que os guste. Y felices fiestas.

Cena de Nochebuena en familia

Hoy vuelve la Nochebuena y, con ella, mi anhelo por cenar en casa de mis suegros; el codiciado asado de doña Ana, mi suegra, solo se deja ver por estas fechas. Lo cierto es que todo lo que ocurre, gastronómicamente hablando, en esa casa esa noche es digno de anhelar, porque esa mujer se esmera con la cocina hasta hacerme disfrutar como un sibarita. El año pasado, sin ir más lejos. En cuanto entré en casa de mis suegros ya los aromas a tomillo, orégano y especias, del asado de mi suegra, me embriagaron. La hora justa de llegada hacía imperativo no andarnos con distracciones y ponerlos a lo que íbamos, a cenar en familia. ¡Qué mesa! Había de todo lo imaginable para que los estómagos se pusieran a rugir de manera indecorosa; por suerte, la charla y la televisión de fondo mitigaron el estruendo que emitía el mío. Sentados todos alrededor de aquellas viandas, mi suegro frente a mí y, distribuidas a cada lado, nuestras respectivas esposas y mi cuñada, el placer visual me enajenaba, tal es así que dejó de importarme un comino si engordaba diez o veinte kilos, esa noche no había quien me frenara. En la misma tesitura debía de estar mi suegro, porque ese hombre come para él y para tres más, vaya, que no se corta lo más mínimo. No se podía decir lo mismo de la compañía femenina, ¡qué melindres las pobres!; las tres, según argumentaban, «estaban a plan», así que aquel banquete, imaginé, se habría de disputar entre mi suegro y yo. La primera victoria la logró el viejo con unos langostinos de Sanlúcar espectaculares; según conté, tocábamos a cinco por persona, pero el desalmado se zampó uno de los míos; no debí distraer mi tiempo con las patas de cangrejos rusos. Pasado un buen rato de comenzado el ágape, mi suegra, observadora de todo cuanto acontecía, entendió que llegaba el momento de sacar su asado. ¡Qué hermosura! En su bandejita, humeante, con sus patatitas y rodajitas de naranja plantaba la buena mujer en la mesa el codiciado manjar. Servidas nuestras raciones correspondientes, la de mi suegro y la mía más copiosas que las de nuestras chicas, observé que quedó suficiente como para, llegado el caso, permitirme repetir. Para mi sorpresa, mi suegra, mi cuñada y mi mujer atacaban de nuevo, y me dije: ‹‹Pero ¿éstas no estaban a régimen?», así que, tras aquel asalto inesperado de las féminas, no quedó en la bandeja más que una porción para un único comensal. Como suele suceder en las películas de vaqueros en esos momentos de duelo con pistolas, vi a mi suegro clavarme una mirada retadora, yo no me quedé atrás. Con astucia estudié a mi contrincante, aún tenía algunos bocados que llevarse a la boca, yo solo estaba a falta de uno. Mi suegro parecía engullir a mil por horas, incluso me atrevería a decir que su dentadura postiza había tomado una velocidad digna de una sofisticada tecnología, pero, así y todo, era imposible que se me adelantara; la sonrisita de vencedor apareció en mi rostro sin poder evitarlo. De pronto, un «Noche de paz, noche de amor», surgidos de un programa de televisión que amenizaba nuestra velada, llegó a mis oídos. Acto seguido mi suegra me preguntaba: «Luís, hijo, ¿te sirvo un poco más?». Se contuvo mi voz, «Luís», insistía la buena mujer,  «¿¡Eh!? No, no, gracias, Ana». De ese singular momento hace ahora un año, y no puedo decir que me arrepienta, aunque espero que el espíritu de la Navidad, esta noche, ponga sus ojos en mi suegro. 

© 2016 M. Carmen Rubio Bethancourt