jueves, 29 de octubre de 2020

Una de miedo para la noche de Halloween

Escena de la película El fantasma de Canterville (1944)

Una de miedo para la noche de Halloween o, según mi tradición, una de miedo para la víspera de Todos los Santos. Porque ¿a quién no le gusta esa noche del 31 de octubre al 1 de noviembre sumergirse en la atmósfera de los cuentos e historias que nos ponen los pelos de punta y nos dejan con la espalda pegada al butacón? Con este relato que he titulado ‹‹El piano» no sé si os aportaré una pizca de esa sensación, pero, al menos, espero entreteneros.

 


El piano


Sasha estrenaba apartamento en una de las mejores zonas de Nueva York; inalcanzable, le dijeron una vez, hoy se reía de aquella predicción y disfrutaba del lujo y la comodidad que aquellos más de cien metros cuadrados le concedían. El gran ventanal de cristal, que ocupaba toda una pared del salón, le dejaba ver a la humanidad a sus pies, Sasha se sintió poderoso. Lo había logrado, ya era uno de ellos, uno de la élite. En tanto el corazón se le inflaba de orgullo la imagen de sus padres, unos humildes campesinos, ya fallecidos, llegados a Estados Unidos desde la fría Rusia, invadió su pensamiento. Aunque les costó sacarle adelante, no cedieron ni un ápice en el propósito de que su hijo no fuera un don nadie como ellos. Y lo consiguieron; lástima que murieran antes de verle triunfar y salir del miserable estamento al que parecía estar destinado por nacimiento. El recuerdo de sus padres hizo evocar a Sasha su infancia y una actividad que casi tenía olvidada: el piano, ‹‹Tal vez ahora», se dijo y expresó su pensamiento a Noa, su esposa, su complemento perfecto, la mujer que allá donde fuese junto a ella provocaba la envidia de todos. Bella y con gran futuro profesional en el mundo de la decoración, Noa sería la encargada de dar personalidad a aquella vivienda que ambos compartirían desde aquel instante. La idea del piano le pareció a Noa muy acertada, el salón era enorme y ante el gran ventanal quedaría fantástico, pero necesitaban el adecuado; seguro que tarde o temprano ella lo encontraría. Y así fue, días después, en una casa de antigüedades que parecía surgida de la nada entre rascacielos y oficinas, Noa daba con un piano que llamaba su atención. Sin lugar a dudas era antiguo, una reliquia, aunque estaba bien cuidado. Como curiosidad, en su atril, observo Noa, se distinguían unas extrañas filigranas y un nombre incomprensible en letras de relieve. En tanto Noa distraía su mirada en estudiar tan interesante instrumento, un hombre de unos cincuenta años, cuyo rostro escondía en parte por una barba rojiza, se acercaba a ella. A Noa no solo le sobrecogió la figura sombría y la voz cavernosa del señor, sino también sus ojos, tan fríos y carentes de expresión que se diría que la vida se hubiera olvidado de ellos. Noa se sobrepuso a la sensación de desconfianza que le produjo el encuentro con el que habría de presentársele como dueño del negocio y retomó la compostura. Cuando Noa fue informada por el anticuario del precio del piano le pareció irrisorio, aún más cuando este le informó sobre la procedencia del instrumento; según parecía, había pertenecido a los Romanov, ‹‹Hay por ahí quien dice, incluso se esforzaba el señor en convencer a Noa, que fue el piano preferido del zar Nicolás II». La última información del anticuario provocó que Noa dejara ver a este un rostro de extrañeza. ‹‹Ya sabe, ese señor al que liquidaron, junto a su mujer e hijos reflejó el rostro del señor una mueca de consternacón―, los revolucionarios». A Noa le molestó que el anticuario la creyera una ignorante. Naturalmente que conocía aquel levantamiento popular que derrocó al régimen zarista, lo que no le cuadraba era el precio; demasiado económico si, verdaderamente, tenía esa historia tras de sí. ‹‹Quiero quitármelo de encima; lleva demasiado tiempo cogiendo polvo entre estas paredes y usted parece apreciarlo», fue la excusa que empleó el anticuario para justificar la cantidad que pedía a Noa. Eso sí, debía de aceptar la propuesta inmediatamente, de lo contrario, perdería la oportunidad. Ante tal condición, a Noa le fue imposible rechazar la oferta.

El día que Sasha recibió el preciado instrumento quedó conmovido, ‹‹Un piano de los Romanov», repetía sin terminar de creer que tuviera ante sí una posesión tan magnífica. Sasha quiso corresponder a la gentileza de su mujer dedicándole a esta la primera de las piezas que habría de interpretar en su piano. Hacía tiempo que Sasha no tocaba, sin embargo, no lo parecía, pues la melodía surgía de sus dedos de manera encomiable, no obstante, y hacia la mitad de la pieza, Sasha detuvo su ejecución. ‹‹Suena extraño», dijo a Noa para disculpar su interrupción. Noa, por su parte, expresó a su marido que ella no captaba nada anormal en la música, es más, estaba encantada con ella, posiblemente, argumentó Noa por tranquilizar a Sasha, fuera una mera adaptación del instrumento a su nueva ubicación. Sasha, aunque no muy convencido, asumió la lógica de su esposa y volvió a tocar, pero, de nuevo, aquel sonido extraño le hizo detenerse. ‹‹¿Acaso no lo oyes?», insistió Sasha a su compañera. ‹‹No oigo, ¿qué, Sasha?», no comprendía Noa a qué se refería su marido. ‹‹Esa especie de ruido; como risas de niños», expresó Sasha pusilánime, como si le diera vergüenza desvelar a su mujer su impresión. Noa, por agudizar aún más su sentido del oído, se levantó del sillón en el que estaba acomodada y se acercó al piano y a su marido. No había forma, Noa no escuchaba nada a no ser la música que surgía de la destreza de Sasha con el piano. La insistencia de su pareja hacia aquellos ruidos extraños que oía provocó que Noa llamara a un experto en dichos instrumentos. Nada, el experto tampoco oía más que el sonido que emitían las teclas cuando se manipulaban, tal vez, por dar una razón, lo que escuchaba Sasha fuera causa de algún tipo de reverberación que solo un oído privilegiado, posiblemente el de Sasha, escuchara. Argumento más que suficiente, viniendo de un entendido, para tranquilizar al joven. Un día, tal cual llevaba haciendo desde semanas atrás y hacia el atardecer, Sasha se sentó ante su piano y volvió a tocar. Y, como de costumbre, Noa se colocaría cerca de él para escucharle. Como ocurriera la primera vez que Sasha tocó ante Noa, este, hacia mitad de la pieza, suspendió su ejecución. A la mujer le extrañó que su marido se detuviera, más aún al verlo tan intranquilo y nervioso. ‹‹¿Te ocurre algo, cariño?», le preguntó. Sasha, al oír la voz de Noa, salió de su ensimismamiento. ‹‹¿Eh? No, no», negó sin convencimiento y bañado en sudor. ‹‹Hace calor, ¿verdad?», preguntó Sasha a su mujer en tanto aflojaba el nudo de su cordata. ‹‹No me lo parece, pero, si quieres, abro la ventana». Noa ni siquiera esperó a que su marido contestara, se levantó y abrió un par de hojas del gran ventanal del salón, después volvió a su asiento, tomó el libro en el que andaba distraída y sumergió sus sentidos en aquella lectura y la música que interpretaba su marido. Cuando ya nada parecía interferir tan idílica escena, la voz de Sasha, trémula e inquieta, sobresaltaba a Noa, ‹‹Hoy lloran, los niños lloran», le escuchó decir a su marido. ‹‹¿Qué dicés, Sasha?», no pudo evitar Noa la preocupación, no obstante, el que su marido volviera a retomar la partitura la calmó, justamente hasta que la pieza tomó un cariz violento, tempestuoso, rabioso. Noa no pudo evitar inquietarse. De pronto, y de manera drástica, Sasha dejó de tocar, perdió su mirada en el vacío, se levantó y se dirigió hacia el gran ventanal del salón. Tras una profunda respiración, como si necesitase que el aire ocupara todo su cuerpo, Sasha, el hijo de unos humildes campesinos rusos, se precipitó al vacío ante los ojos aterrorizados de su esposa.

Jornadas después de tan terrible suceso, el piano regresaba a la tienda de antigüedades donde Noa lo encontrase. Satisfecho de su regreso, el anticuario parecía dar la bienvenida al instrumento acariciando con delicadeza cada palmo de su armazón. Después, con calma, el hombre se dirigió hacia un mueble que destacaba por su laboriosa ornamentación, tomó de dentro de él una botella de vodka y un vaso, fue hacia su mesa de trabajo, se sentó y se sirvió de la botella. ‹‹¡Por vosotros: mujer, hijos!», brindó y tomó de un solo trago el potente brebaje. Tras ello, sacó de uno de los cajones de la mesa una especie de libro de registro, lo abrió y anotó en él, con caracteres rusos, el nombre de la nueva víctima de su venganza.

 

Fin

© M. Carmen Rubio Bethancourt

miércoles, 28 de octubre de 2020

La felicidad según se mire


 Obra de Evgeny Lushpin (pintor ruso nacido en 1968)


No creo que descubra a nadie que la felicidad tiene diferentes formas de entenderse según nos la defina, o la sienta, una persona u otra. Por ejemplo, según Edgar Allan Poe, "Las cuatro condiciones para la felicidad son: el amor de una mujer, la vida al aire libre, la ausencia de toda ambición y la creación de una belleza nueva"; para John Burroughs, "El secreto para tener felicidad es tener algo que hacer"; para George Sand, "Hay una sola forma de felicidad en la vida: amar y ser amado". Y así podríamos seguir añadiendo a la lista más y más consideraciones sobre la felicidad. Para mí la felicidad está hecha de instantes. Instantes de los que en su mayor parte ni siquiera soy consciente de ellos. Aquí os dejo un microrrelato que tiene que ver con esto que os digo. Espero que, aunque no coincidáis con mi percepción, os guste. 


Momentos


Ha comenzado a llover, tal como estaba previsto; el clip, clip de las gotas de lluvia chocando en el cristal de la ventana me hace reparar en ello. Durante unos segundos he anclado mi vista en el exterior de mi hogar y siento que el mundo de fuera y el mío son distintos, uno agreste y frío, el otro, el mío, cálido y protector. El sonido de las pisadas de mi hija mayor en el pasillo ha provocado que vuelva la mirada hacia ella; tiempo de castañas y aún lleva chanclas, un caso. La veo girar hacia la cocina, coger un vaso y llenarlo con agua de una botella de la nevera. Está alta para su edad, y guapa. Al salir de la cocina me ve observarla desde el sofá del salón y me dedica una sonrisa, luego me dice: ‹‹Me voy a estudiar» y se retira; imagina que con eso de ‹‹Me voy a estudiar» me deja tranquila. A la pequeña la tengo sobre mí, con su cabecita apoyada sobre mi regazo; se ha quedado dormida en tanto disfrutábamos de una serie de televisión, más del gusto de ella que del mío, pero paso tan poco tiempo con ella que acepto una de Disney con tal de tenerla un ratito junto a mí. Justo en el sillón que está cercano a la ventana, en esa que se dejan caer las gotas de lluvia, está sentado mi otro yo. Tiene un periódico entre las manos, el Marca, creo. Entre vistazo y vistazo a las publicaciones se queda dormido. Me hace gracia porque su cabeza parece la de un tentetieso, no termina de caer ni de un lado ni de otro. A mi alrededor no hay nada que sea excepcional: muebles cargados de libros y recuerdos, una mesa con jarrón, sillas que la rodean, tresillo, auxiliar con televisor… Sin embargo, aquí, entre tanta cosa común y gente para otros tan corriente, en un día gris y lluvioso que veo desde la ventana del salón, siento, justo en este instante, la felicidad perfecta.

©2020 M. Carmen Rubio Bethancourt