Ecce Homo de Elías García, s.XIX, Iglesia de Borja
(En la imagen inferior restauración de Cecilia Giménez)
(En la imagen inferior restauración de Cecilia Giménez)
No hace falta tener ojos de
lince para percibir la mala situación económica que está soportando la sociedad
en la que vivimos, simplemente porque, de una u otra manera, la padecemos “casi”
todos. Frente a esta desgracia, donde hay quienes, incluso, ni tienen para
comer ni cobijarse, surgen políticas que, se supone, tratan de contrarrestarla,
aunque no se aprecien los resultados, la gente sigue perdiendo sus puestos de
trabajo, siguen perdiendo sus casas por no poder pagarlas, se dejan de percibir
derechos que antes se tenían por nuestros en pro de recortes para solventar la
papeleta… La salida a nuestros problemas económicos sigue sin llegar y son muchos
los que ya no pueden más. El relato que presento a continuación surgió de esa
necesidad, la de expresar la desesperación de las personas que ven agotadas sus
posibilidades de subsistencia.
El Cristo del milagro (un
relato basado en ciertos hechos reales)
Alfonso ya no
podía más, su tienda era un lugar repleto de objetos inútiles, en otra época
apetecibles, a los que ahora sólo el polvo parecía querer desearlos. Ni
siquiera la iglesia, que tenía a escasos metros, atraía a algún que otro feligrés,
y eso que muchos permanecían, pasada la homilía, en la plaza disfrutando de un
ratito de tertulia frente a ésta quedando el establecimiento ante sus ojos. Pues nada, caso omiso. La situación era insoportable. La única opción, echar el
cierre, ya que Alfonso había agotado todos los recursos administrativos
posibles para resistir y optar a un crédito personal era imposible; los bancos
no prestan a los que no tienen respaldo económico, paradójico. Llegado el domingo,
único día no laboral para el comerciante, tenía, incluso, que toparse con su
patético negocio, había que escuchar misa, justamente, en la iglesia que era
testigo de su infortunio. Sentado junto a su mujer, entre tanto el sacerdote
emitía su homilía, distraía su tiempo, no interesado en la plática, en ojear a
un lado y a otro del recinto sagrado. De pronto, un Cristo muy demacrado acaparó
su atención. Se trataba de una pintura, muy deteriorada, que apenas dejaba
vislumbrar los rasgos de la imagen. Le pareció tan digna de lástima como él, a
expensas de que alguien reparara en su figura y le hiciese salir a flote,
porque… ¿quién podría dedicarle una oración a ese Jesús?, casi no se le veía.
Fue tal compasión la que sintió Alfonso por el Cristo que quiso dedicarle los
únicos rezos que aquel día saldrían de su boca, incluso, haría más, pondría su
fe en él suplicándole ayuda divina para levantar su negocio; era el único
recurso que le quedaba frente a su desgracia, apelar a la gracia celestial. Los
días fueron pasando y esa ayuda del cielo, invocada por Alfonso, no parecía
hacer acto de presencia. Lo irremediable y no deseable parecía llegar. Unos
carteles anunciando “liquidación de artículos”, iniciaban el fin. Entre tanto, otro
revés se desataba en el pueblo, la imagen más antigua de la iglesia,
precisamente esa pintura de la cual se apiadaba Alfonso aquel domingo, había sido ultrajada por la mano de una osada; le había realizado tal desastre en su aspecto que no hubo por menos que darlo a conocer a los cuatro vientos. En menos de unas horas, la imagen mancillada daba la vuelta al mundo y se ponía en boca de todos a través de lamentos en gente del municipio y, para sorpresa de los habitantes del lugar y del propio Alfonso, a modo de celebración para el resto de la humanidad. Porque nada importaban esas rayitas en las que se habían convertido los ojos de la figura ni su boca tornada a borrón, la autora, a ojos de los entendidos, era un genio. De todas partes llegaban personas ansiosas por ver la transformación de aquella pintura, deseaban admirarla, hacerse una foto con ella, pedirle favores, ya que comenzó a tener cierta áurea de milagrosa… El pueblo, por arte de magia, pasaba de ser desconocido a lugar de peregrinación y la tienda de Alfonso reclamo de turistas; los forasteros demandaban recuerdos del lugar y, cómo no, objetos alusivos a la figura protagonista. El dinero empezaba a fluir por todos los rincones de aquel lugar sin que ninguno de sus habitantes pudiera explicárselo, excepto Alfonso, entendía que aquello no había sido más que la atención que el cielo le prestaba.
precisamente esa pintura de la cual se apiadaba Alfonso aquel domingo, había sido ultrajada por la mano de una osada; le había realizado tal desastre en su aspecto que no hubo por menos que darlo a conocer a los cuatro vientos. En menos de unas horas, la imagen mancillada daba la vuelta al mundo y se ponía en boca de todos a través de lamentos en gente del municipio y, para sorpresa de los habitantes del lugar y del propio Alfonso, a modo de celebración para el resto de la humanidad. Porque nada importaban esas rayitas en las que se habían convertido los ojos de la figura ni su boca tornada a borrón, la autora, a ojos de los entendidos, era un genio. De todas partes llegaban personas ansiosas por ver la transformación de aquella pintura, deseaban admirarla, hacerse una foto con ella, pedirle favores, ya que comenzó a tener cierta áurea de milagrosa… El pueblo, por arte de magia, pasaba de ser desconocido a lugar de peregrinación y la tienda de Alfonso reclamo de turistas; los forasteros demandaban recuerdos del lugar y, cómo no, objetos alusivos a la figura protagonista. El dinero empezaba a fluir por todos los rincones de aquel lugar sin que ninguno de sus habitantes pudiera explicárselo, excepto Alfonso, entendía que aquello no había sido más que la atención que el cielo le prestaba.
Creado por M.
Carmen Rubio Bethancourt ©