En esta
entrada voy a exponer un relato de Oscar Wilde, estuve leyendo cuentos de este
escritor, y de otros autores, y éste, “El modelo millonario”, me pareció muy
bien escrito y cercano a nuestra actualidad social, aunque en mi caso cada vez
pierdo más la fe en los milagros; yo no hubiera terminado el relato de este
modo, no me encaja con la realidad que vivimos.
También tenía algo que me llamó la atención, una descripción de una pintura de
nuestro genial pintor Velázquez, “Menipo”, de hecho, creo que lo inspiró,
incluso nombra al artista a sabiendas, imagino, que llegaríamos a tal conclusión.
Espero os guste.
Oscar Wilde
(Dublín, 1854 - París, 1900) Escritor exponente del esteticismo, o filosofía
estética, cuya principal característica era la defensa del arte por el arte,
que sentaría las bases del Dandismo. Estudió en Trinity College, Dublín y después en Magdalen College (Oxford), de donde se licenció en estudios
clásicos, era todo un entendido.
El éxito de
Wilde se basaba en el ingenio punzante e irónico que descargaba en sus obras,
dedicadas en su mayor parte a criticar a la sociedad que le tocó vivir. Su
única una novela, El retrato de Dorian Gray, tuvo muchos detractores
entre los sectores puritanos y conservadores debido a su tergiversación del
tema de Fausto. Su gran popularidad le venía por su labor como dramaturgo,
tuvieron gran fama: Salomé (1891), escrita en francés, o La importancia de llamarse
Ernesto (1895), obras de
diálogos vivos y genio punzante. Su éxito, sin embargo, se vio truncado en 1895
cuando el marqués de Queenberry inició una campaña de difamación en periódicos
y revistas acusándolo de homosexual, lo cual desencadenó en la condena de Wilde
a dos años de prisión y trabajos forzados. Tras cumplir su pena cambió de
nombre, adoptó los de Sebastian Melmoth, y emigró a París donde vivió con escasos
medios económicos, mala salud, y sin familia (ni su mujer ni hijos querían
saber de él), y, finalmente, moriría.
“Escribí cuando no conocía la vida. Ahora que entiendo su
significado, ya no tengo que escribir. La vida no puede escribirse; sólo puede
vivirse”
Oscar Wilde
El
modelo millonario
De
nada sirve ser un hombre encantador si uno carece de fortuna. La vida idílica
es un privilegio de los ricos y no la profesión de los sin trabajo. Los pobres
deberían ser prácticos y prosaicos. Es preferible disponer de una renta
permanente que ser fascinador. Éstas son las grandes verdades de la vida
moderna que Hughie Erskine jamás pudo asimilar. ¡Pobre Hughie! Es preciso
reconocer que, desde el punto de vista intelectual, no tenía gran importancia.
Jamás había dicho una frase brillante o una palabra mal intencionada en su
vida, pero, eso sí, era guapísimo, con su cabello color castaño y rizado, su
perfil clásico y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como entre
las mujeres y poseía toda clase de cualidades, excepto la de hacer dinero.
Su
padre le había legado su sable de caballería y una Historia de la Guerra
Peninsular, en quince tomos. Hughie colgó el sable encima de su espejo y colocó
la Historia en una estantería, entre el Ruffs Guide y Bailey's Magazine, y
vivió con doscientas libras de renta que le pasaba una anciana tía.
Lo
había intentado todo. Fue a la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué podía hacer
una mariposa entre animales de presa y ataque? Fue comerciante de té por
espacio de unos meses más, pero pronto se cansó del tipo pekoe y del souchong.
Luego trató de vender jerez seco, pero sin éxito; el jerez era demasiado seco.
Y por último se dedicó a no ser nada, es decir, a ser simplemente un joven
delicioso, inútil, de perfil perfecto y ninguna profesión.
Como
si no fuera suficiente su desgracia, se enamoró. La muchacha que amaba se
llamaba Laura Merton, hija de un coronel retirado que había perdido la
paciencia y el estómago en la India, sin conseguir volver a encontrar ni una
cosa ni otra. Laura adoraba al joven, y él estaba siempre dispuesto a besar la
punta de sus zapatos. Formaban la pareja más hermosa de Londres, aunque entre
los dos no reunían ni un penique. El coronel sentía gran afecto por Hughie,
pero no quería ni oír hablar de compromiso.
-
Ven a verme, hijo mío, cuando tengas diez mil libras tuyas, y entonces veremos
- solía decirle, y Hughie se sentía tristísimo en aquellas ocasiones y
necesitaba de Laura para consolarse.
Una
mañana, camino de Holland Park, donde vivían los Merton, entró a visitar a un
amigo suyo, Alan Trevor. Éste era pintor. La verdad es que, hoy día, pocos
escapan a esta fiebre. Pero él era además un artista, y los artistas son más
bien escasos. Personalmente era un tipo raro y arisco, pecoso y con una barba
roja y enmarañada. No obstante, tan pronto cogía un pincel, se transformaba en
un verdadero maestro y sus cuadros eran solicitadísimos. Al principio se había sentido
atraído por Hughie, aunque hay que reconocerlo, solamente por su encanto
personal.
-
Las únicas personas que un pintor debería conocer son aquellas que fueran
tontas y bellas - solía decir -, esas cuya contemplación produce un placer
artístico y cuya conversación es un descanso intelectual. Los hombres
deliciosos y las mujeres coquetas gobiernan el mundo, o, por lo menos, deberían
gobernarlo.
No
obstante, cuando conoció del todo a Hughie, terminó queriéndole también por su
carácter alegre, impulsivo y generoso, permitiéndole la entrada permanente en
su estudio.
Cuando
Hughie entró aquel día se encontró con Trevor dando los últimos toques a un
cuadro maravilloso, representando a un mendigo en tamaño natural. El mendigo en
persona estaba de pie en una tarima en un rincón del estudio. Era un viejo
consumido, con un rostro de pergamino arrugado y una expresión lastimera. Sobre
sus hombros llevaba una capa parda de paño burdo, llena de desgarrones y
agujeros; sus claveteados zapatones estaban llenos de parches, y con una mano
se apoyaba en un garrote, mientras con la otra alargaba su deformado sombrero
en actitud de pedir limosna.
-
¡Qué soberbio modelo! - murmuró Hughie estrechando la mano de su amigo.
-
¿Soberbio? - repitió Trevor exaltado -. ¡Ya puedes decirlo! Uno no se encuentra
todos los días con mendigos de este tipo. Una trouvaille, mon cher, un
Velázquez en carne y hueso. ¡Cielos, qué boceto habría sacado Rembrandt de este
hombre!
-
¡Pobrecillo! - se compadeció Hughie -. ¡Qué desgraciado parece! Aunque me
figuro que para vosotros los pintores su rostro representa una fortuna.
-
Claro - contestó Trevor -; no vais a desear que un mendigo tenga el aspecto
feliz, ¿verdad?
-
¿Cuánto gana un modelo por sesión? - preguntó Hughie sentándose cómodamente en
un diván.
- Un
chelín por hora.
- ¿Y
cuánto cobras por el cuadro, Alan?
-
¡Oh!, por éste, dos mil.
-
¿Libras?
-
No, guineas. Los pintores, los poetas y los médicos cobramos siempre por
guineas.
-
Pues creo que el modelo debería tener un tanto por ciento - rió Hughie -, ya
que trabaja tanto como tú.
-
¡Tonterías, tonterías! Fíjate en el trabajo que representa solamente extender
el color y estar todo el día de pieante un caballete. Puedes decir lo que
quieras, Hughie, pero yo te aseguro que en ciertos momentos el arte llega a
alcanzar la dignidad de un trabajo manual. Pero, por favor, no me hables; estoy
muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estáte quieto.
Un
momento después entró el criado para decir a Trevor que el hombre de los marcos
quería hablar con él.
- No
te marches, Hughie - le dijo antes de salir vuelvo enseguida.
El
viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para sentarse un momento en un
banquillo de madera que tenía detrás. Tenía un aspecto tan abatido y miserable
que Hughie se compadeció de él y rebuscó en sus bolsillos para ver qué dinero
tenía. Sólo encontró un soberano y calderilla. «Pobrecillo - se dijo -; todavía
lo necesita más que yo, aunque, claro, esto representará ir a pie durante
quince días.» Y, cruzando el estudio, deslizó el soberano en la mano del
mendigo.
El
viejo se estremeció y una leve sonrisa iluminó sus resecos labios.
-
Gracias, señor - dijo -. Gracias.
Al
poco rato llegó Trevor, y Hughie se despidió, un poco azorado por lo que
acababa de hacer.
Pasó
el día con Laura, soportó una amable regañina por su liberalidad y tuvo que
volver a pie a su casa.
Aquella
misma noche entró en el Palette Club alrededor de las once y se encontró a
Trevor en el salón de fumar, ante un vaso de vino del Rin y seltz.
-
Hola, Alan, ¿pudiste terminar el cuadro? - preguntó encendiendo un cigarrillo.
-
¡Terminado y con marco, muchacho! - contestó Trevor -. Y, a propósito, has
hecho una conquista: el viejo modelo que viste se ha encariñado contigo. Tuve
que contarle toda tu vida y milagros..., quién eres, dónde vives, qué renta
tienes, qué proyectos...
-
¡Pero, Alan - exclamó Hughie -, de seguro que me lo encontraré esperándome en
la puerta de casa! ¡Bueno, estás hablando en broma, pobrecillo! ¡Ojalá pudiera
hacer algo por él! Encuentro espantoso que uno pueda llegar a ser tan
desgraciado. Tengo montañas de ropa vieja en mi casa... ¿Crees que le vendría
bien que se la diera? Puede que sí; lo que llevaba puesto estaba hecho trizas.
-
Pero esos harapos le sentaban maravillosamente - objetó Trevor -. No le pintaría
vestido de frac por ningún precio. Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo
fantasía. Lo que a ti te parece pobreza, yo lo llamo pintoresquismo. Sin
embargo, le hablaré de tu ofrecimiento.
-
Alan - dijo Hughie gravemente -, vosotros los pintores no tenéis corazón.
- El
corazón de un artista está en su cabeza; además, nosotros tenemos la obligación
de representar el mundo tal como lo vemos, no reformarlo según sabemos de él. A
chacun son metier. Y ahora, dime: ¿qué tal está Laura?
El
viejo modelo estaba interesadísimo por ella.
-
¡No me digas que le has hablado de ella!
-
Claro que sí. Está enterado de todo lo referente al inflexible coronel, a la
preciosa Laura y a las diez mil libras.
-
¿Contaste al mendigo mis asuntos particulares? - exclamó Hughie con el rostro
enrojecido por la ira.
-
Hijo mío - dijo Trevor sonriente -, ese viejo mendigo, como tú le llamas, es
uno de los hombres más ricos de Europa. Podría comprar todo Londres, mañana
mismo, sin agotar su cuenta corriente. Tiene una casa en cada capital, come en
vajilla de oro y puede impedir la guerra de Rusia en el momento que juzgue
conveniente.
-
¿Qué demonios quieres decir? - gritó Hughie.
- Lo
que te estoy diciendo. El viejo que has visto hoy en el estudio era el barón
Hausberg. Es un gran amigo mío, compra todos mis cuadros y demás y hace un mes
me encargó que le pintara de mendigo. Que voulez-vous? La fantaisie d'un
millionnaire! Y debo decir que estaba imponente con sus andrajos, o quizá sería
mejor que dijera con los míos; es un traje viejo que adquirí en España.
-
¡El barón Hausberg! - gimió Hughie -. ¡Dios santo! ¡Y le di un soberano!
Y se
hundió en su sillón, desalentado.
- ¿Que
le diste un soberano? - gimió Trevor, e inmediatamente se echó a reír a
carcajadas -. Hijo de mi vida, no volverás a verlo nunca más. Son affaire c'est
l'argent des autres!
-
Podías habérmelo advertido, Alan - protestó Hughie -, en vez de dejar que me
portara como un estúpido.
-
Pues, en primer lugar, Hughie, jamás hubiera creído que anduvieras repartiendo
limosnas con esa extravagancia. Comprendo que beses a una modelo bonita, pero
que des una moneda de oro a uno tan feo..., por Dios que no. Además, la verdad
es que hoy no estaba en casa para nadie, y cuando entraste ignoraba si Hausberg
quería o no que se supiera quién era en realidad. Como viste, no iba vestido
para una visita.
-
¡Me habrá tomado por un imbécil!
-
¡Nada de eso! Estaba encantado contigo, y me lo dijo tan pronto te fuiste; se
reía y se frotaba las manos. No comprendía por qué estaba tan interesado en
saber todo lo referente a ti, pero ahora lo comprendo. Invertirá ese soberano
en tu nombre, y todos los meses te mandará los intereses y además tendrá una
historia magnífica que contar en las cenas.
-
Soy un desgraciado - se lamentó Hughie -; lo mejor que puedo hacer es irme a la
cama. Por favor, Alan, no se lo digas a nadie; no me atrevería a pasearme por
High Park.
-
¡Qué tontería! Pero si esto hace honor a tu espíritu filantrópico, Hughie... Y
no te vayas. Fúmate otro cigarrillo y háblame todo lo que quieras de Laura.
Sin
embargo, Hughie no quiso quedarse, sino que se fue a pie hasta su casa,
sintiéndose muy desgraciado y dejando a Alan Trevor muerto de risa.
A la
mañana siguiente, mientras se desayunaba, el criado le entregó una tarjeta que
decía: «Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le Baron Hausberg.» «Me
figuro que habrá venido a pedirme explicaciones», se dijo Hughie, y ordenó al
criado que le hiciera pasar.
Y entró un anciano caballero con gafas de montura de oro y cabello gris, que le dijo, con un ligero acento francés:
Y entró un anciano caballero con gafas de montura de oro y cabello gris, que le dijo, con un ligero acento francés:
-
¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine?
Hughie se inclinó.
Hughie se inclinó.
- He
venido de parte del barón Hausberg - prosiguió -. El barón...
- Le
ruego, señor, que le presente mis más sinceras excusas - tartamudeó Hughie.
- El
barón - anunció el anciano caballero con una sonrisa - me ha encargado que le
entregue esta carta.
Y le
ofreció un sobre lacrado. En el sobre estaba escrito: «Un regalo de boda a Hugh
Erskine y a Laura Merton, de parte de un viejo mendigo», y dentro había un
cheque por diez mil libras esterlinas.
Cuando
se casaron, Alan Trevor fue padrino y el barón Hausberg hizo un discurso
durante la comida de bodas.
- Los modelos millonarios - observó Alan - son rarísimos, pero, ¡por Júpiter, que los millonarios modelo son todavía más raros!
- Los modelos millonarios - observó Alan - son rarísimos, pero, ¡por Júpiter, que los millonarios modelo son todavía más raros!