Una de miedo para la
noche de Halloween o, según mi tradición, una de miedo para la víspera de Todos
los Santos. Porque ¿a quién no le gusta esa noche del 31 de octubre al 1 de
noviembre sumergirse en la atmósfera de los cuentos e historias que nos ponen los
pelos de punta y nos dejan con la espalda pegada al butacón? Con este relato
que he titulado ‹‹El piano» no sé si os aportaré una pizca de esa
sensación, pero, al menos, espero entreteneros.
El piano
Sasha estrenaba apartamento en una de las mejores zonas de Nueva York;
inalcanzable, le dijeron una vez, hoy se reía de aquella predicción y
disfrutaba del lujo y la comodidad que aquellos más de cien metros cuadrados le
concedían. El gran ventanal de cristal, que ocupaba toda una pared del
salón, le dejaba ver a la humanidad a sus pies, Sasha se sintió poderoso. Lo
había logrado, ya era uno de ellos, uno de la élite. En tanto el corazón se le
inflaba de orgullo la imagen de sus padres, unos humildes campesinos, ya
fallecidos, llegados a Estados Unidos desde la fría Rusia, invadió su
pensamiento. Aunque les costó sacarle adelante, no cedieron ni un ápice en el
propósito de que su hijo no fuera un don nadie como ellos. Y lo consiguieron;
lástima que murieran antes de verle triunfar y salir del miserable estamento al
que parecía estar destinado por nacimiento. El recuerdo de sus padres hizo
evocar a Sasha su infancia y una actividad que casi tenía olvidada: el piano,
‹‹Tal vez ahora», se dijo y expresó su pensamiento a Noa, su esposa, su
complemento perfecto, la mujer que allá donde fuese junto a ella provocaba la
envidia de todos. Bella y con gran futuro profesional en el mundo de la
decoración, Noa sería la encargada de dar personalidad a aquella vivienda que
ambos compartirían desde aquel instante. La idea del piano le pareció a Noa muy
acertada, el salón era enorme y ante el gran ventanal quedaría fantástico, pero
necesitaban el adecuado; seguro que tarde o temprano ella lo encontraría. Y así
fue, días después, en una casa de antigüedades que parecía surgida de la nada
entre rascacielos y oficinas, Noa daba con un piano que llamaba su atención.
Sin lugar a dudas era antiguo, una reliquia, aunque estaba bien cuidado. Como curiosidad,
en su atril, observo Noa, se distinguían unas extrañas filigranas y un nombre
incomprensible en letras de relieve. En tanto Noa distraía su mirada en
estudiar tan interesante instrumento, un hombre de unos cincuenta años, cuyo
rostro escondía en parte por una barba rojiza, se acercaba a ella. A Noa no
solo le sobrecogió la figura sombría y la voz cavernosa del señor, sino también
sus ojos, tan fríos y carentes de expresión que se diría que la vida se hubiera
olvidado de ellos. Noa se sobrepuso a la sensación de desconfianza que le
produjo el encuentro con el que habría de presentársele como dueño del negocio y
retomó la compostura. Cuando Noa fue informada por el anticuario del precio del
piano le pareció irrisorio, aún más cuando este le informó sobre la procedencia
del instrumento; según parecía, había pertenecido a los Romanov, ‹‹Hay por ahí quien dice, incluso ―se esforzaba el señor en convencer a Noa―, que fue el piano preferido del zar Nicolás II». La última información del anticuario provocó que
Noa dejara ver a este un rostro de extrañeza. ‹‹Ya
sabe, ese señor al que liquidaron, junto a su mujer e hijos ―reflejó el rostro del señor una mueca de
consternacón―, los revolucionarios».
A Noa le molestó que el anticuario la creyera una ignorante. Naturalmente que
conocía aquel levantamiento popular que derrocó al régimen zarista, lo que no
le cuadraba era el precio; demasiado económico si, verdaderamente, tenía esa
historia tras de sí. ‹‹Quiero quitármelo de encima; lleva demasiado tiempo
cogiendo polvo entre estas paredes y usted parece apreciarlo», fue la excusa
que empleó el anticuario para justificar la cantidad que pedía a Noa. Eso sí,
debía de aceptar la propuesta inmediatamente, de lo contrario, perdería la
oportunidad. Ante tal condición, a Noa le fue imposible rechazar la oferta.
El día que Sasha recibió el preciado instrumento
quedó conmovido, ‹‹Un piano de los Romanov», repetía sin terminar de creer que
tuviera ante sí una posesión tan magnífica. Sasha quiso corresponder a la gentileza
de su mujer dedicándole a esta la primera de las piezas que habría de
interpretar en su piano. Hacía tiempo que Sasha no tocaba, sin embargo, no lo
parecía, pues la melodía surgía de sus dedos de manera encomiable, no obstante,
y hacia la mitad de la pieza, Sasha detuvo su ejecución. ‹‹Suena extraño», dijo
a Noa para disculpar su interrupción. Noa, por su parte, expresó a su marido
que ella no captaba nada anormal en la música, es más, estaba encantada con
ella, posiblemente, argumentó Noa por tranquilizar a Sasha, fuera una mera
adaptación del instrumento a su nueva ubicación. Sasha, aunque no muy convencido, asumió la lógica
de su esposa y volvió a tocar, pero, de nuevo, aquel sonido extraño le hizo
detenerse. ‹‹¿Acaso no lo oyes?», insistió Sasha a su compañera. ‹‹No oigo,
¿qué, Sasha?», no comprendía Noa a qué se refería su marido. ‹‹Esa especie de
ruido; como risas de niños»,
expresó Sasha pusilánime, como si le diera vergüenza desvelar a su mujer su
impresión. Noa, por agudizar aún más su sentido del oído, se levantó del sillón
en el que estaba acomodada y se acercó al piano y a su marido. No había forma,
Noa no escuchaba nada a no ser la música que surgía de la destreza de Sasha con
el piano. La insistencia de su pareja hacia aquellos ruidos extraños que oía
provocó que Noa llamara a un experto en dichos instrumentos. Nada, el experto
tampoco oía más que el sonido que emitían las teclas cuando se manipulaban, tal
vez, por dar una razón, lo que escuchaba Sasha fuera causa de algún tipo de
reverberación que solo un oído privilegiado, posiblemente el de Sasha,
escuchara. Argumento más que suficiente, viniendo de un entendido, para
tranquilizar al joven. Un día, tal cual llevaba haciendo desde semanas atrás y
hacia el atardecer, Sasha se sentó ante su piano y volvió a tocar. Y, como de
costumbre, Noa se colocaría cerca de él para escucharle. Como ocurriera la
primera vez que Sasha tocó ante Noa, este, hacia mitad de la pieza, suspendió
su ejecución. A la mujer le extrañó que su marido se detuviera, más aún al
verlo tan intranquilo y nervioso. ‹‹¿Te ocurre algo, cariño?», le preguntó.
Sasha, al oír la voz de Noa, salió de su ensimismamiento. ‹‹¿Eh? No, no», negó
sin convencimiento y bañado en sudor. ‹‹Hace calor, ¿verdad?», preguntó Sasha a
su mujer en tanto aflojaba el nudo de su cordata. ‹‹No me lo parece, pero, si
quieres, abro la ventana». Noa ni siquiera esperó a que su marido contestara,
se levantó y abrió un par de hojas del gran ventanal del salón, después volvió
a su asiento, tomó el libro en el que andaba distraída y sumergió sus sentidos
en aquella lectura y la música que interpretaba su marido. Cuando ya
nada parecía interferir tan idílica escena, la voz de Sasha, trémula e
inquieta, sobresaltaba a Noa, ‹‹Hoy lloran, los niños lloran», le escuchó decir
a su marido. ‹‹¿Qué dicés, Sasha?», no pudo evitar Noa la preocupación, no
obstante, el que su marido volviera a retomar la partitura la calmó, justamente
hasta que la pieza tomó un cariz violento, tempestuoso, rabioso. Noa no pudo
evitar inquietarse. De pronto, y de manera drástica, Sasha dejó de tocar,
perdió su mirada en el vacío, se levantó y se dirigió hacia el gran ventanal
del salón. Tras una profunda respiración, como si necesitase que el aire
ocupara todo su cuerpo, Sasha, el hijo de unos humildes campesinos rusos, se
precipitó al vacío ante los ojos aterrorizados de su esposa.
Jornadas después de tan terrible suceso, el piano regresaba a la
tienda de antigüedades donde Noa lo encontrase. Satisfecho de su regreso, el
anticuario parecía dar la bienvenida al instrumento acariciando con delicadeza
cada palmo de su armazón. Después, con calma, el hombre se dirigió hacia un
mueble que destacaba por su laboriosa ornamentación, tomó de dentro de él una
botella de vodka y un vaso, fue hacia su mesa de trabajo, se sentó y se sirvió
de la botella. ‹‹¡Por vosotros: mujer, hijos!», brindó y tomó de un solo trago el potente brebaje.
Tras ello, sacó de uno de los cajones de la mesa una especie de libro de
registro, lo abrió y anotó en él, con caracteres rusos, el nombre de la nueva
víctima de su venganza.
Fin
© M. Carmen Rubio Bethancourt