Hoy vuelve la Nochebuena y, con ella, mi anhelo por cenar en casa
de mis suegros; el codiciado asado de doña Ana, mi suegra, solo se deja
ver por estas fechas. Lo cierto es que todo lo que ocurre, gastronómicamente hablando,
en esa casa esa noche es digno de anhelar, porque esa mujer se esmera con la
cocina hasta hacerme disfrutar como un sibarita. El año pasado, sin ir más
lejos. En cuanto entré en casa de mis suegros ya los aromas a tomillo, orégano
y especias, del asado de mi suegra, me embriagaron. La hora justa de llegada
hacía imperativo no andarnos con distracciones y ponerlos a lo que íbamos, a
cenar en familia. ¡Qué mesa! Había de todo lo imaginable para que los estómagos
se pusieran a rugir de manera indecorosa; por suerte, la charla y la televisión
de fondo mitigaron el estruendo que emitía el mío. Sentados todos alrededor de
aquellas viandas, mi suegro frente a mí y, distribuidas a cada lado, nuestras
respectivas esposas y mi cuñada, el placer visual me enajenaba, tal es así que dejó
de importarme un comino si engordaba diez o veinte kilos, esa noche no había
quien me frenara. En la misma tesitura debía de estar mi suegro, porque ese
hombre come para él y para tres más, vaya, que no se corta lo más mínimo. No se
podía decir lo mismo de la compañía femenina, ¡qué melindres las pobres!; las
tres, según argumentaban, «estaban a plan», así que aquel banquete, imaginé, se
habría de disputar entre mi suegro y yo. La primera victoria la logró el viejo
con unos langostinos de Sanlúcar espectaculares; según conté, tocábamos a cinco
por persona, pero el desalmado se zampó uno de los míos; no debí distraer mi
tiempo con las patas de cangrejos rusos. Pasado un buen rato de comenzado el
ágape, mi suegra, observadora de todo cuanto acontecía, entendió que llegaba el
momento de sacar su asado. ¡Qué hermosura! En su bandejita, humeante, con sus patatitas
y rodajitas de naranja plantaba la buena mujer en la mesa el codiciado manjar.
Servidas nuestras raciones correspondientes, la de mi suegro y la mía más
copiosas que las de nuestras chicas, observé que quedó suficiente como para,
llegado el caso, permitirme repetir. Para mi sorpresa, mi suegra, mi cuñada y
mi mujer atacaban de nuevo, y me dije: ‹‹Pero ¿éstas no estaban a régimen?»,
así que, tras aquel asalto inesperado de las féminas, no quedó en la bandeja más
que una porción para un único comensal. Como suele suceder en las películas de
vaqueros en esos momentos de duelo con pistolas, vi a mi suegro clavarme una
mirada retadora, yo no me quedé atrás. Con astucia estudié a mi contrincante,
aún tenía algunos bocados que llevarse a la boca, yo solo estaba a falta de
uno. Mi suegro parecía engullir a mil por horas, incluso me atrevería a decir
que su dentadura postiza había tomado una velocidad digna de una sofisticada
tecnología, pero, así y todo, era imposible que se me adelantara; la sonrisita
de vencedor apareció en mi rostro sin poder evitarlo. De pronto, un «Noche de
paz, noche de amor», surgidos de un programa de televisión que amenizaba
nuestra velada, llegó a mis oídos. Acto seguido mi suegra me preguntaba: «Luís,
hijo, ¿te sirvo un poco más?». Se contuvo mi voz, «Luís», insistía la buena
mujer, «¿¡Eh!? No, no, gracias, Ana». De ese singular momento hace ahora
un año, y no puedo decir que me arrepienta, aunque espero que el espíritu de la
Navidad, esta noche, ponga sus ojos en mi suegro.