Como anticipé en la anterior entrada, aquí va la segunda parte del relato. Espero os guste.
L' Hermitage Pontoise, Pissarro.
La caja
(2ª y última parte)
Al día siguiente, Diego volvió al camino, solo, decepcionado,
soportando el frío de la mañana y la tristeza de saber que para él todo seguía
igual. ¿Por qué no asumiría él aquel extraño encargo?, se preguntaba y se
maldecía a sí mismo por no haberlo hecho. Entre pensamiento y pensamiento, los
dos caballeros, tal como habían quedado con los muchachos, se presentaron ante
Diego.
—Buenos días, chico, ¿qué
tal? —saludaba, como la mañana anterior,
el hombre alto al joven con toque de sombrero que imitaba el señor
bajito.
Diego se quedó inmóvil, sorprendido, pues aquellos hombres
aparecieron de la nada, tal cual ocurriera la jornada anterior.
—¿Y tú compañero? —le preguntó antes de dar tiempo a Diego a
contestar nada.
—Mi compañero… —respondía el joven con una cierta ironía en
su voz— ¡Ja!, se ha largado con su caja.
—¿La abrió? —preguntó el otro señor sin parecer sorprenderse ante
dicha información.
—Por supuesto, no ve que no está aquí —se mostraba Diego algo
irascible—. Se ha quedado con sus dichosas monedas de oro.
—¿Y tú no tomaste una de ellas? —indagaba con cara de viejo
zorro el hombre bajito.
Diego quedó dubitativo, sin saber cómo contestar, ya que su
compañero no compartió las monedas, pero
él las quiso; descubrir este último detalle no le convenía, hubiera supuesto
dar a conocer su lado mezquino, así que cambió su versión.
—Bueno, yo no deseaba entrar en esa pillería, señor.
—Me alegra saberlo, muchacho, muy bien —apoyaba el hombre
alto la postura tomada por el chico—. ¡Lástima no poder toparnos con ese
sinvergüenza!
—Bueno, señores, en eso quizás yo pueda ayudarles.
Los caballeros se miraron con complicidad, acto seguido se
dirigió el señor bajito a Diego.
—Bien, dinos.
Diego no se lo pensó dos veces y comenzó a dar toda la
información a aquellos enigmáticos caballeros que escuchaban sin la más mínima
señal de sorpresa.
—Estupendo, joven. Muchas gracias —expresó el señor alto—. Es
una pena que tu amigo haya echado a perder la sustanciosa recompensa que tenía
preparada para vosotros.
—Pero yo no he hecho nada, es más, les he dicho, incluso,
donde encontrar a ese sinvergüenza.
—Lo siento, muchacho, pero es imposible —insistía el señor
alto—. Me habéis hecho perder la apuesta y no puedo pagarte nada.
—¿La apuesta? —Diego no comprendía.
—Sí; aposté con mi colega, aquí presente, que la verdadera
amistad es inquebrantable, él piensa lo contrario.
—Pero no hemos faltado a ese sentimiento, señor, al menos yo
no.
—Tu puntualización deja bien claro que tu amigo sí lo ha
hecho, y en cuanto a ti…, bueno, es más que evidente que nos has servido a tu
compañero en bandeja.
Diego
enmudeció ante la razón.
—En fin, otra vez será, muchacho. Buenos días.
Sin
más que añadir, los caballeros continuaron su camino ante la mirada atónita del
joven Diego.
FIN
© 2018, M. Carmen Rubio Bethancourt