lunes, 29 de enero de 2018

La caja, relato (2ª y última parte)

Como anticipé en la anterior entrada, aquí va la segunda parte del relato. Espero os guste.
L' Hermitage Pontoise, Pissarro.
La caja
(2ª y última parte)
Al día siguiente, Diego volvió al camino, solo, decepcionado, soportando el frío de la mañana y la tristeza de saber que para él todo seguía igual. ¿Por qué no asumiría él aquel extraño encargo?, se preguntaba y se maldecía a sí mismo por no haberlo hecho. Entre pensamiento y pensamiento, los dos caballeros, tal como habían quedado con los muchachos, se presentaron ante Diego. 
—Buenos días, chico, ¿qué tal?  —saludaba, como la mañana anterior, el hombre alto al joven con toque de sombrero que imitaba el señor bajito.
Diego se quedó inmóvil, sorprendido, pues aquellos hombres aparecieron de la nada, tal cual ocurriera la jornada anterior.
—¿Y tú compañero? —le preguntó antes de dar tiempo a Diego a contestar nada.
—Mi compañero… —respondía el joven con una cierta ironía en su voz— ¡Ja!, se ha largado con su caja.
—¿La abrió? —preguntó el otro señor sin parecer sorprenderse ante dicha información.
—Por supuesto, no ve que no está aquí —se mostraba Diego algo irascible—. Se ha quedado con sus dichosas monedas de oro.
—¿Y tú no tomaste una de ellas? —indagaba con cara de viejo zorro el hombre bajito.
Diego quedó dubitativo, sin saber cómo contestar, ya que su compañero no  compartió las monedas, pero él las quiso; descubrir este último detalle no le convenía, hubiera supuesto dar a conocer su lado mezquino, así que cambió su versión.
—Bueno, yo no deseaba entrar en esa pillería, señor.
—Me alegra saberlo, muchacho, muy bien —apoyaba el hombre alto la postura tomada por el chico—. ¡Lástima no poder toparnos con ese sinvergüenza!
—Bueno, señores, en eso quizás yo pueda ayudarles.
Los caballeros se miraron con complicidad, acto seguido se dirigió el señor bajito a Diego.
—Bien, dinos.
Diego no se lo pensó dos veces y comenzó a dar toda la información a aquellos enigmáticos caballeros que escuchaban sin la más mínima señal de sorpresa.
—Estupendo, joven. Muchas gracias —expresó el señor alto—. Es una pena que tu amigo haya echado a perder la sustanciosa recompensa que tenía preparada para vosotros.
—Pero yo no he hecho nada, es más, les he dicho, incluso, donde encontrar a ese sinvergüenza.
—Lo siento, muchacho, pero es imposible —insistía el señor alto—. Me habéis hecho perder la apuesta y no puedo pagarte nada.
—¿La apuesta? —Diego no comprendía.
—Sí; aposté con mi colega, aquí presente, que la verdadera amistad es inquebrantable, él piensa lo contrario.
—Pero no hemos faltado a ese sentimiento, señor, al menos yo no.
—Tu puntualización deja bien claro que tu amigo sí lo ha hecho, y en cuanto a ti…, bueno, es más que evidente que nos has servido a tu compañero en bandeja.
Diego enmudeció ante la razón.
—En fin, otra vez será, muchacho. Buenos días.
Sin más que añadir, los caballeros continuaron su camino ante la mirada atónita del joven Diego.

FIN

© 2018, M. Carmen Rubio Bethancourt

viernes, 19 de enero de 2018

La caja, relato (primera parte)

Pintura de Cézanne, Bosque.

En esta entrada voy a exponer un relato en el que la amistad se pone a prueba. Dado que es más largo de lo que habitualmente presento en el blog, os dejo con la primera de las dos partes que lo componen. A ver qué os parece.

La caja 
(primera parte)
Como cada día, Diego y Pedro recorrían el camino con un ánimo que solo su mutua compañía alegraba, dado que no había mejores amigos que aquellos dos jóvenes. Cada mañana, desde hacía unos meses, a los chicos les aguardaba una tarea farragosa, adecuar las caballerizas de la finca de Don Augusto Montes. A pesar de que el pan entraba en casa, ambos sentían que aquel trabajo no era para ellos, ellos aspiraban a algo mejor, porque sus sueños eran mutuos e imaginaban abandonar un día aquel lugar e ir a una de las grandes ciudades del país; habían oído que surgían fábricas por doquier y pagaban bien, la industrialización requería mano de obra. Pero aún era pronto para marchar, ya que ni Diego ni Pedro tenían las manos libres, a Diego se lo impedían un par de niñas, sus hermanas, no podía dejarlas a cargo de su padre, era un alcohólico empedernido; a Pedro su madre, los gastos médicos de su última enfermedad la dejó sumida en deudas. Cuando ya restaba a los muchachos muy poco para llegar a su destino, dos caballeros de porte elegante, uno alto y otro bajo, se detuvieron ante ellos.
—¡Buenos días, chicos! —les saludaba el señor alto completando sus palabras un toque de sombrero que imitó su compañero.
Los jóvenes, sorprendidos, esperaron a ver qué deseaban aquellos señores antes de atreverse a decir lo más mínimo; sabían que con el estamento adinerado de la sociedad, y esos tipos lo parecían, no podían tomarse licencias ni siquiera para hablar, eso sí, libraron sus cabezas de unas simples gorras por corresponder al saludo.
—No os asustéis, tranquilos —prosiguió—. Veréis, hemos detenido vuestro trayecto porque necesitamos que nos hagáis un favor.
—¿Un favor? —se atrevió Pedro a intervenir. 
—Sí —afirmó el hombre—, pero requiere confianza entre vosotros.
—Somos muy buenos amigos —expresó Pedro—, los mejores, si les sirve.
—Por supuesto  —afirmó el mismo caballero.
—Y el favor sería… —indagaba Diego.
—Que uno de vosotros custodie esta caja hasta mañana a esta misma hora —mostró el señor alto el artículo pequeño y de madera—; será cuando pasemos a buscarla. Naturalmente habrá una generosa recompensa por ello. ¿Qué nos decís?
Pedro y Diego se miraron como si entre ambos estuviera surgiendo una conversación que solo ellos entendían. Al cabo de unos segundos Diego habló:
—Pero, esa caja, ¿tiene algo que ver con asuntos turbios? No nos gustaría meternos en ningún lío, ¿comprenden, señores?
—Oh, no, no —respondió el caballero bajito que hasta el momento no había abierto la boca—, solo que ahora no la podemos llevar encima. Así que, ¿qué nos respondéis?
—Sí, sí, no hay problema —contestó diligente Pedro.
—Un momento —interrumpió Diego el negocio que parecía llegar a término—, yo no estoy de acuerdo en quedarnos con esa cosa; a saber qué guarda. Este asunto no está muy claro.
—Bueno, como queráis —volvió a tomar la palabra el señor alto—. Ya buscaremos a quien pueda ayudarnos.
—No, no —intervino raudo Pedro—, me ocupo yo de esa caja —resolvió Pedro ante la mirada atónita de Diego.
—Estupendo —expresó con deleite el hombre alto—. Y sobre la recompensa, que sepáis, aunque te haces tú cargo de la caja, muchacho, será para ambos  —los chicos se miraron complacidos—. Otra cosa, responsabilizarse de esta caja requiere una condición….
—Y es… —indagaba Pedro con impaciencia; tal vez no fuera buena idea prestar el favor y aún podía arrepentirse. 
—Una muy simple, no abrirla.
—Sin problema —sentenció Pedro.
Concluido el acuerdo, los chicos siguieron su camino y los señores se perdieron en el suyo.
Pedro y Diego no daban crédito a lo que había ocurrido, parecía todo tan fácil y a la vez tan misterioso. Los chicos habían prometido no abrir la caja, pero la curiosidad era demasiado fuerte, tanto que no podían resistirse a tener algún tipo de indicio sobre lo que podría contener aquel objeto. Comenzaron por observarlo, no parecía verse en él nada especial, una cajita de madera de aparente fácil apertura, de esas a las que solo impide levantar la tapa una presilla de metal; tras el repaso visual, Pedro hizo sonar la caja cerca de su oído, solo escuchó un leve tintineo. La curiosidad crecía en ellos, hasta tal punto que les era necesario mirar en el interior. Pero... lo habían prometido, se repetían, aun así, les pudo el deseo de conocer. Dos monedas de oro, eso era exactamente lo que contenía aquel pequeño objeto de madera. Una expresión de asombro invadió los rostros de los jóvenes.
—¡Oro, dos monedas de oro! —exclamó Pedro maravillado—. ¿Sabes lo que podría hacer con esto, Diego? Podría saldar la deuda de mi madre con ese médico usurero e irme de este pueblo de una vez por todas.
En tanto Pedro parecía vislumbrar su futuro, Diego quedaba perplejo, pues no daba crédito a las intenciones que su compañero contemplaba sobre las monedas de las que solo tenía su guarda y custodia. Sin embargo, una cierta envidia empezó a invadir a Diego, hasta tal punto que no pudo evitar desear ser cómplice de la fechoría.
—Contarás conmigo, ¿no, amigo?  
—¡Eh! —se sorprendía Pedro—. Bueno, tú no querías quedarte con la caja, por tanto, no veo por qué voy a tener que compartir nada contigo.
—Pero siempre lo hemos hecho todo a medias, Pedro, creo que en este asunto también deberíamos hacerlo; de alguna manera soy tu cómplice.
—No, no lo eres, tú has dicho que no querías saber nada de la caja. Así que pagaré la deuda de mi madre y abandonaré este lugar de mierda; estoy harto de romperme la espalda en esos establos.
—También yo estoy harto, Pedro, y lo sabes; una de esas monedas podría darme la oportunidad de ayudar a mis hermanas y largarme contigo.
—Esto para dos no supone gran cosa, Diego. Así que, lo siento, pero ya mismo me largo; no estoy dispuesto a que me echen el guante.
Dicho y hecho, Pedro dejaba a su compañero y se marchaba, como alma que llevase el diablo, de vuelta a casa.
Diego no cabía en sí de la decepción, su mejor amigo, su cómplice, su compañero de fatigas le había dejado en la estacada.
(Continuará)
 © 2018, M. Carmen Rubio Bethancourt